Camila Miranda: "Es importante plantearse cómo el temor no sólo afecta la convivencia cotidiana, sino que también, las limitaciones para pensar su abordaje exclusivamente en clave policial"
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25 de Octubre
Durante este octubre, tras el plebiscito del 4 de septiembre, ha concitado especial atención la interpretación -con diversos fines- del significado del estallido del 2019. Si durante el 18 la atención se centró en hechos de violencia, este 25 primó el silencio.
Esta última fecha conmemora dos hechos masivos recientes: la marcha más grande que hemos tenido en la historia del país, y el plebiscito de entrada donde cerca de un 80% de los votantes planteamos la necesidad de una Nueva Constitución escrita por personas electas para dicho fin. Ambos acontecimientos nutren el examen interpretativo de la pregunta sobre el momento actual del país.
Por un lado, sobre las razones del estallido y por el otro, de su conexión con un cambio constitucional. Sobre las razones, desde la Fundación NODO XXI sistematizamos un trabajo de campo acerca de las percepciones sociales en torno al proceso constituyente, donde destacaban las urgencias de cambio y sus contenidos.
Allí se combinaba la percepción de un orden social con marcadas insuficiencias (injusticias, abusos y desigualdades estructurales), con promesas incumplidas (gobiernos anteriores) y un mayor acceso a la información (principalmente redes sociales) que derivó en descontento. Entre las expectativas de cambio para Chile resultaban dominantes la demanda por derechos sociales (salud, educación, vivienda y pensiones), con un papel más protagónico del Estado en articulación con el mundo privado y la comunidad.
Es relevante no perderlo de vista cuando se encuentra cerca el debate sobre la reforma previsional, donde no sólo será valorado el gobierno, sino que todas las fuerzas presentes en el Congreso, respecto a la mejora concreta en las pensiones y con ello a la capacidad de la política para dar respuestas a necesidades sociales materiales. Tapar con la alfombra las expectativas que hoy se acentúan y diversifican sería la perfecta crónica de una muerte anunciada.
En tiempos de crisis, pensar alternativas.
Así como en otras coyunturas históricas de crisis, la pregunta por su resolución no tiene necesariamente respuesta en las orientaciones económicas “asentadas”. Las intervenciones esta semana de economistas como el premio Nobel Joseph Stiglitz y la economista Mariana Mazzucato -que ha suscitado variadas atenciones-, actualiza la pregunta sobre la posibilidad y la urgencia de pensar en alternativas.
Uno de los consensos que expresaron estas personalidades fue el agotamiento del modelo chileno. A ninguno de ellos se le podría acusar de posiciones de extrema izquierda ni de nostalgias estatistas. Sus reflexiones se basan en evidencias que, por otra parte, ya son ampliamente conocidas: bajo crecimiento económico, baja productividad, empleos precarios, altos niveles de desigualdad y elevada concentración de la riqueza.
El diagnóstico no es nuevo, sin embargo, se resiste a discutir los términos de un nuevo modelo de desarrollo, de un cambio en el rol del Estado en la economía y en su relación con el sector privado, de políticas industriales, comerciales, etc. Pareciera que no existe convencimiento de que el país debe cambiar el rumbo y que todos los sectores sociales están convocados en esa tarea.
Hoy no se trata de repetir fórmulas que ya poco efecto tienen, sino de abrir un debate sobre nuestro modelo de desarrollo que permita salir de las múltiples crisis que atravesamos. Un modelo que genere cohesión social y no una profundización de las desigualdades. Que permita crear empleos de calidad. Que innove en materia tecnológica y ambiental.
Para enfrentar estos desafíos, las elaboraciones de todos quienes han realizado aportes relevantes a la comprensión de los problemas contemporáneos y, sobre todo, a la búsqueda de alternativas para enfrentar los grandes dilemas del siglo XXI, son aportes que deben ser valorados. Sin embargo, y en lo que a nosotros respecta, nada nos exime de la tarea de dar estos debates y de trazar un camino que nos permita transitar las próximas décadas con un rumbo claro y objetivos que convoquen al conjunto de la sociedad.
El miedo
Esta semana se publicaron los resultados del índice de Paz Ciudadana, instrumento que arroja un incremento en la percepción de inseguridad junto con una disminución histórica en los índices de victimización. Esta paradoja -que los propios realizadores explican, en parte, por el cambio en los delitos, siendo el crimen organizado un ámbito donde más se suscitan hechos de alta connotación- ha abierto un debate sobre los factores que influyen en la percepción de inseguridad.
Estos factores incluyen, entre otros, la percepción de riesgo frente a un delito, pero también otras dimensiones como la preocupación pública (medios de comunicación, redes sociales, discursos políticos, etc.), el espacio que se habita y la desconfianza en las instituciones, que remiten a una sensación de desprotección, y el miedo propiamente tal, que parece ser un componente idiosincrático de más largo aliento.
Más allá de las respuestas en materia de seguridad, es importante plantearse cómo el temor no sólo afecta la convivencia cotidiana, generando desconfianza frente al otro, reducción de la empatía y un incremento en las reacciones violentas ante los conflictos, sino que también, sobre las limitaciones para pensar su abordaje exclusivamente en clave policial.
La inseguridad también exhibe la tensión actualmente existente entre la demanda por mayor protección y la desconfianza hacia las instituciones, que, por lo tanto, requiere de perspectivas más integrales, de la presencia del Estado en otras facetas, de la preocupación por los imaginarios, de la incorporación de las comunidades, toda vez que la inseguridad afecta la experiencia cotidiana y la cohesión social y eso deteriora profundamente nuestra democracia.